poesia universal y+

"El poeta es un fingidor. Finge tan completamente que hasta finge que es dolor el dolor que de veras siente. Y los que leen lo que escribe en el dolor leído siente bien, no los dos que él tuvo mas sólo el que ellos no tienen. Y así en los rieles gira, entreteniendo la razón, ese tren de cuerda que se llama el corazón". (Fernando Pessoa)

jueves, 19 de abril de 2007

DESCUBREN GEN DE LA INMORTALIDAD

El día que anunciaron por radio y televisión que la ciencia había logrado derrotar a la muerte, yo estaba todavía retozando entre las sábanas con Laura, en su departamento de la piazza Dante en Roma. Cuando desperté, guardaba intacta en mi memoria su sonrisa mientras habíamos hecho el amor toda esa noche, una sonrisa que había roto todos mis esquemas y temores, y que me había hecho abandonar mi ordenada vida de soltero, exitoso y empedernido vendedor de obras de arte, a cambio de ese enigma y ese olor a manzanas frescas de las colinas del Lazio que era Laura. Me había cansado de las chicas cool de las nuevas noches romanas, ésas que plagaban las discotecas del viale Piaroli, ésas que nunca te miraban a los ojos y que quizás, al borde de la madrugada y la excitación artificial, tal vez te regalaran como a un medigo un beso histérico con sabor a lápiz labial de última generación.
No sé cómo llegué a Laura, ni cómo Laura llegó a mí, fue como una irrupción violenta de la primavera romana en mi frío mundo design, una invasión de colores lúcuma y pastel (típicamente romanos) en mis muros blancos zen, mis camisas negras, mis ritos y neurosis newyorker.
Estaba sintiendo cómo el ronroneo del gato de Laura se acercaba a mi cara acompañado de los potentes rayos del sol de mediodía, estaba pensando en el milagro de haber superado mi fobia a los gatos, cuando una voz hiperkinética de locutor de radio que nos habíamos olvidado de apagar me sacó de la cama. Odiaba ese chorro de verborrea romanacha. Entonces, justo al lado del ventanal que da al balcón cargado de geranios y flores de la pluma, escuché la "buena noticia" que me arrancó violentamente el olor y la temperatura hasta entonces adheridos a mi cuerpo:
"Siguen las reacciones en el mundo a la noticia que ha sacudido los cimientos no sólo de nuestra civilización sino las condiciones mismas de la vida del hombre sobre la tierra. El anuncio hecho a las 005GMT, 8.00 a.m. hora italiana, desde un laboratorio de Austin, Texas, de que la biología norteamericana había logrado aislar el gen que causa la muerte de nuestros tejidos, continúa sucitando reacciones en cadena. Para el profesor del Instituto de Ciencias Humanas de la Universidad de Palermo, Luigi Vitale, estaríamos en presencia de un horro ético de magnitudes inpensadas. El Vaticano habla de "espanto metafísico", pero desde el mundo científico y filosófico surgen voces que celebran con entusiasmo la nueva era que comienza".
Apagué violentamente la radio. Un frío me paralizó, congelándome por dentro. Tuve la certeza pavorosa de que la voz de ese locutor retórico podía durar eternamente, de que esa mañana tibia, ese cielo milagrosamente azul de Roma, no eran únicos, irrepetibles; de que volvería a verlos, cuantas veces quisiera en cien, mil o dos mil años más, hasta que perdieran de pronto un día su carácter de milagro, de efímera belleza. Sentí un vacío punzante a la altura del pecho, algo parecido al tedio y a la angustia juntos. Miré mis manos y las odié, me vi en el inmenso espejo que Laura había colocado a la entrada de su departamento y tuve la sensación de estar ante una réplica perenne de mí mismo, y supe que no iba a poder soportar a ese inmortal durante cien, mil, tres mil años más, con su ridícula vanidad, con sus uñas impecablemente cortadas.
Todo sucedió muy rápido, desde ese instante: el riesgo, el peligro, la adrenalina, comenzaban a abandonar la vida para siempre. La emoción , la nostalgia, el asombro, eran reemplazados de golpe por el hastío, el desamor, la indiferencia.
Supe que ya nada importaba, nada era urgente, nadie se jugaría por nadie ni nada. No existiría nunca más el nunca más. Me acordé de las chicas cool de la noche romana e imaginé su infinita alegría ante la noticia, su celebración eufórica a la salida de los baños de las discotecas con restos de polvo blanco en las narices.
Entonces me acordé de Laura, que todavía dormía inocente en la pieza de al lado, ignorando la derrota de la muerte. "Si pudiera detenerse el tiempo, si todo no fuera más que una pesadilla", pensé, "si todavía siguiéramos siendo mortales, si todo se jugara en cada instante, en cada gesto otra vez, si la muerte diera otra vez ese sabor a irreparable que tiene la vida. Si pudiera acostarme junto a Laura, si pudiera abrazarla para sentir sus veinticinco años temblando junto a mi cuerpo". Me acordé de cuando, en el momento de máxima pasión y amor, esa noche, sonriéndome, Laura me había dicho:
-Me gustaría que envejeciéramos juntos.
Por primera vez en muchos años yo había sentido el delicioso placer del tiempo, el legítimo derecho a envejecer juntos, y sentí que eso rimaba con el otoño, con la pátina del tiempo que cubre los edificios romanos. Creo que escuchábamos una canción sentimentalona de Lucio Dalla en la radio: "e chiudi gli occhi e lei lo sa, lupo di periferia. Anna che vorrebbe anda via".
No. No iba a despertar a Laura para darle la noticia. No iba a cambiar su sonrisa de muchacha del sur por la mueca de estatua de la eternidad. No iba a permitir que nos arrebataran el tiempo, la mañana efímera, el café paladeado lentamente, segundo a segundo, en el balcón soleado: la sensación mística de un momento que no va a repetirse más. No. No iba un biólogo tejano a quitarnos el resplandor de la vida, el cada minuto como acontecimiento, el suave demorarse del sol y las semillas del Mediterráneo, a cambio de la gélida eternidad genética de los laboratorios de experimentación norteamericanos.
Yo no dejaría que manipularan mis genes, que violaran la sagrada semilla de la muerte que nos salva de una vida de dioses sin error ni amor ni fisuras.
Entré silenciosamente en la pieza, la miré, vi su sonrisa plácida de muchacha durmiendo, y me juré a mí mismo que envejeceríamos juntos viendo cómo el resto de nuestros vecinos, familiares y amigos seguían intactos, incólumes.
Nos devorarían los gusanos, nos desharíamos como se deshacen las hojas, como se pudren las frutas, pero ese horizonte salvaría cada uno de nuestros momentos haciéndolos únicos. Y los inmortales nos verían caminar abrazados, palpitando con cada instante, coleccionando minutos, devorando horas. Seríamos hambrientos, golosos de vida frente a una legión de anoréxicos espirituales. Así como Laura me había salvado del hastío, yo la salvaría ahora de esa aberrante inmortalidad inventada artificialmente en un laboratorio de Texas. Entré en silencio, volví a meterme a la cama, la abracé y cerré los ojos.
Fin
C.W.

3 comentarios:

Blogger Laura Cambra ha dicho...

¡Quiero saber cómo sigue!

19 de abril de 2007, 16:24  
Blogger Laura Cambra ha dicho...

Y me olvidaba: ¿no es casi mágica la sensación de que alguien está, en tiempo real, esperando tus palabras? Si no estuviera tan lejos, seguramente estaría ejercitando la antipática y desagradable costumbre de leer por encima de tu hombro.

19 de abril de 2007, 16:49  
Blogger Laura Cambra ha dicho...

Bueno... Me encantó. Gracias por ir aliviando párrafo a párrafo mi deseo de seguir leyendo. Me alegra que estés escribiendo tanto y tan bien, parece que era tu deseo y que algo, por fin, lo puso en marcha. Para tu conocimiento: tus elecciones de textos ajenos no son mejores que tu propia palabra. Así que no dejes de escribir.
Por esas cosas de la vida, me parece que el segundo comentario que te mandé no te llegó (este es el cuarto). El azar tiene esas cosas inexplicables que, generalmente, son jugadas del destino. Ahora lo voy a volver a leer porque, de verdad, me encantó.
L.

19 de abril de 2007, 17:02  

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