Sobre la Codicia (Agustín Squella)
Si avaro es el que tiene y retiene, o sea, el que se resiste a dar, codicioso es el que tiene y quiere ante todo tener más, o sea, el que no puede resistir el impulso de llenar una y otra vez su granero ya atiborrado de riqueza. La avaricia es una contracción, en cambio, la codicia es una constante expedición, aunque no para conservar lo que se tiene, sino para volver a tener lo que ya se tiene. Por lo mismo, si la avaricia es triste, la codicia es, a penas, ansiosa.
La persona avara no quiere restar, mientras que el temperamento codicioso lo que quiere es sumar. El avaro cierra su cofre, esconde la llave y mira todos los días por el ojo de la cerradura para comprobar que no falte ninguna de sus pertenencias; a la inversa, el codicioso piensa sólo en cómo hacer crecer la bóveda del cofre y le intranquiliza verificar que sus posesiones no se hayan multiplicado.
Si el avaro es un problema para su prójimo, el codicioso constituye más bien un peligro para sus semejantes. El primero tiene únicamente interés en lo propio, pero el segundo pone ante todo su atención en lo ajeno. Uno sufre el temor de ver disminuido lo que ya tiene conquistado, mientras el otro padece lo angustia de no haber conquistado lo suficiente. Aquél soporta mal la idea de que lo priven de algo que ya posee, mientras éste tolera peor la comprobación de que siempre es posible poseer más. La avaricia es así un vicio pasivo, al paso que la codicia requiere de una incesante imaginación y actividad.
Si en una misma mesa almuerzan un avaro y un codicioso, el primero se resistirá a pagar su parte de la cuenta, mientras el segundo pensará que al pagarle al dueño del local está viendo disminuida su posibilidad de comprarle el restaurante. A la hora de los postres, el avaro pondrá en una bolsa el alimento sobrante para así poder cenar gratis por la noche, en tanto el codicioso imaginará cómo reciclar y vender a otro la comida que no ha sido capaz de consumir.
El avaro tiene para su mal el pretexto del ahorro, pero el codicioso puede disponer de palabras aun con mejor prensa para disfrazar su vicio: iniciativa, capacidad de trabajo, ambición, competitividad, son algunas de las contundentes explicaciones que puede ofrecer hoy un codicioso para presentar como un bien personal y social lo que no pasa de ser su tosco e incontrolable apetito de riquezas.
A nadie le gustan los avaros ni los codiciosos, aunque un individuo normal debería tolerar mejor a aquellos que a éstos, así no más sea porque los primeros simplemente no le dan y los segundos lo más probable es que le quiten.
En fin, avaros y codiciosos, pero sobre todo la estirpe de los segundos, encuentran un buen caldo de cultivo en una sociedad que ha reemplazado su preocupación por la pobreza con la obstinación por la riqueza y que ha pretendido curar el estigma de la primera con la simple fascinación por la segunda.
La persona avara no quiere restar, mientras que el temperamento codicioso lo que quiere es sumar. El avaro cierra su cofre, esconde la llave y mira todos los días por el ojo de la cerradura para comprobar que no falte ninguna de sus pertenencias; a la inversa, el codicioso piensa sólo en cómo hacer crecer la bóveda del cofre y le intranquiliza verificar que sus posesiones no se hayan multiplicado.
Si el avaro es un problema para su prójimo, el codicioso constituye más bien un peligro para sus semejantes. El primero tiene únicamente interés en lo propio, pero el segundo pone ante todo su atención en lo ajeno. Uno sufre el temor de ver disminuido lo que ya tiene conquistado, mientras el otro padece lo angustia de no haber conquistado lo suficiente. Aquél soporta mal la idea de que lo priven de algo que ya posee, mientras éste tolera peor la comprobación de que siempre es posible poseer más. La avaricia es así un vicio pasivo, al paso que la codicia requiere de una incesante imaginación y actividad.
Si en una misma mesa almuerzan un avaro y un codicioso, el primero se resistirá a pagar su parte de la cuenta, mientras el segundo pensará que al pagarle al dueño del local está viendo disminuida su posibilidad de comprarle el restaurante. A la hora de los postres, el avaro pondrá en una bolsa el alimento sobrante para así poder cenar gratis por la noche, en tanto el codicioso imaginará cómo reciclar y vender a otro la comida que no ha sido capaz de consumir.
El avaro tiene para su mal el pretexto del ahorro, pero el codicioso puede disponer de palabras aun con mejor prensa para disfrazar su vicio: iniciativa, capacidad de trabajo, ambición, competitividad, son algunas de las contundentes explicaciones que puede ofrecer hoy un codicioso para presentar como un bien personal y social lo que no pasa de ser su tosco e incontrolable apetito de riquezas.
A nadie le gustan los avaros ni los codiciosos, aunque un individuo normal debería tolerar mejor a aquellos que a éstos, así no más sea porque los primeros simplemente no le dan y los segundos lo más probable es que le quiten.
En fin, avaros y codiciosos, pero sobre todo la estirpe de los segundos, encuentran un buen caldo de cultivo en una sociedad que ha reemplazado su preocupación por la pobreza con la obstinación por la riqueza y que ha pretendido curar el estigma de la primera con la simple fascinación por la segunda.
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